Andreu Martín

Blog del escritor Andreu Martín

OPERACIÓN CATARATAS (2)

El ojo izquierdo. 

En la Clínica Barraquer todo está calculado.

https://www.youtube.com/watch?v=4nxPVNM-Leg

 

Las dos principales salas de espera del vestíbulo están pobladas en su mayoría por chilabas y turbantes, probablemente jeques, familiares de jeques, guardaespaldas y séquitos procedentes de los emiratos árabes, a menos que sean figurantes contratados en el Raval para dar tono. Como su forma de vestir no es especialmente lujosa, hace que te sientas uno más entre iguales y, cuando cierras los ojos aguardando a que te llamen, puedes imaginar que piensas en tus pozos de petróleo, tu harén o que estás tomando el sol en medio de tu desierto, con tu cervecita y tal.

Te llaman y te conducen a una habitación tan reducida que le llaman el box. En la pared, fotografías que plasman la actividad de la Fundación Barraquer en zonas pobres de África, donde practican a lo largo del año un sinnúmero de operaciones gratuitas a gente que ya se daba por ciega y que recupera la visión como quien vive un milagro. Ninguna broma al respecto. También debo destacar que la Clínica Barraquer hace precios especiales, muy rebajados, a quienes demuestran que perciben ingresos por debajo de una determinada cantidad.

El caso es que, en el box, hay de todo: televisor de plasma con tropecientos canales, la mitad de los cuales de Al Jazeera, un sillón formidable como un trono de rey ostentoso y un silloncito más modesto al lado.  Yo enseguida pensé que el gran butacón era para Rosa María, que me acompañaba abnegada y, dado el estado de postración causado por las cataratas, había tenido que transportarme en brazos desde el aparcamiento hasta allí pero no. La enfermera lo dejó claro: el butacón era para mí y para los acompañantes era la butaquita, así que me resigné y ocupé aquel mueble mullido en que cualquier emir habría pagado por instalarse definitivamente.

En el box, una especie de pijama verde y un gorro verde de plástico para impedir que algún mechón de cabellos de mi pelambrera pueda estorbar en la delicada operación. Yo había preguntado a uno de los médicos que me había atendido en días anteriores si debía llevar algún tipo de equipaje para mi odisea y me aconsejó un batín (por si el pijama verde me parecía demasiado frío) y unas zapatillas. Así que, por consejo de la enfermera, me quité toda la ropa excepto los slips o calzoncillos (yo los llamo calzoncillos, la enfermera, más joven y más moderna, los llamó slips), me puse el batín de cuadros —descubrí en ese momento que tal vez necesitaba un zurcido y un lavado— y mis confortables pantuflas, o sea, esas zapatillas de andar por casa, blandas, acolchadas y comodísimas, que tengo desde hace años y de las que suelo prescindir cuando vienen a entregarme un paquete porque eran el juguete preferido de Brisca cuando era pequeña y se pasó largas horas mordisqueándolas, deshilachándolas y deformándolas.

Rosa María, naturalmente, me preguntó:

—¿Estas zapatillas te has traído?

—No tengo otras  —respondí.

—Habérmelo dicho  —replicó ella con una mueca que significaba que ya sabía lo que me iba a regalar por mi cumpleaños. (¡Sorpresa!) 

Esperamos con paciencia de pacientes.

Alterné la práctica del sudoku con la amena conversación con mi esposa y esporádicas nuevas pruebas a las que me sometió concienzudamente una enfermera deliciosa, de esas bellezas que podríamos llamar infantiles: que si la tensión arterial, que si pincharme el dedo, para continuar dando trascendencia al asunto. Lo hacen de manera muy sabia, para que nunca bajes la guardia. Por ejemplo, cuando te someten a un pequeño test: ¿es usted alérgico a algo?, ¿qué medicamentos está tomando?, ¿a qué hora ha ingerido el último alimento?  «El último alimento» suena potente, ¿no?  El último alimento. Y definitivo. Y, por fin, el toque del peso.

—¿Cuánto pesa? 

Ahí sí que me pilló la encantadora enfermera. No sabía cuánto pesaba. Hacía siglos que no me había pesado. No soy de esas personas obsesionadas por el peso, como ese vecino que tenía en el otro piso, que tenía una báscula que cada día vociferaba su peso a través de los tabiques. Últimamente, la gente dice que me he adelgazado, pero con eso no bastaba. La enfermera sonrió y ladeó la cabeza como diciendo «Vaya, señor Martín, por fin una mancha en su historial». Uno de esos instantes en que piensas en tornillos oxidados. «Bueno, le traeré una báscula y se pesará», dijo mientras me miraba con ojillos malvados. No me trajo la báscula. ¿No traen la báscula?  El tornillo oxidado. Oh, Dios mío.

(Continuará.)

 

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